Reflexiona:

«Confías muy poco en mí. ¿Por qué dudaste?»

Piensa:

Hace un tiempo en un seminario sobre coaching personal, me tocó participar en una dinámica que buscaba ejemplificar como los mensajes externos pueden llegar a influenciar nuestras emociones, actitudes e incluso nuestra salud, para bien o para mal. La idea era sencilla, sacaron a cuatro personas del salón y nos pidió que, a su regreso, durante las casi dos horas que nos faltaban, de manera casual les diríamos cosas como: «¿Te sientes bien?, luces pálido». «Deberías ir a descansar, pareces exhausto». «¿No te parece que hoy la conferencia está muy aburrida?», etc.

Cuando faltaban unos minutos para terminar la sesión el conferencista empezó a hacer preguntas a varias personas, entre ellas las cuatro del ejercicio, y estos comentaron que les parecía bien pero que no se sentían muy bien. Uno de ellos incluso había salido un momento para distraerse porque sentía que le dolía la cabeza. Además, varias personas de las que sabíamos sobre el ejercicio comentaron que pusieron poca atención, porque estaban concentrados en ver las reacciones de los cuatro sujetos del «experimento» y pensando en cómo acercarse para hacerles algún comentario negativo.

El resumen del ejercicio ya con todos presentes fue que muchas veces le prestamos demasiada atención a los factores externos o nos dejamos influenciar por lo negativo del entorno, y que deberíamos aprender a filtrar estas señales ya que nos pueden distraer de nuestros objetivos. Y por otro lado también nos hizo ver que, a veces, nos concentramos mucho en fastidiar el éxito de otros, y en lugar de trabajar en nuestras propias metas, nos enfocamos en hacer que otros no logren las suyas.

El Evangelio de hoy nos retrata este tema en la vida espiritual, cuantas veces nos sentimos muy confiados después de leer un mensaje positivo o al terminar un momento de oración; pero con el paso del tiempo empezamos a dudar de que Dios nos escuche, nos ponemos a ver las dificultades de nuestro alrededor, los problemas del día a día y casi sin darnos cuenta, nos vamos hundiendo en la negatividad y la desesperación.

Pero el mensaje es muy claro, aunque nos sintamos perdidos, aunque parezca que las olas nos rebasan y que ya no podemos respirar, basta con fijar de nuevo la mirada en lo alto y exclamar desde el corazón «Señor, sálvame», y Jesús con ese gran amor que siente por nosotros nos tenderá la mano para ponernos a salvo y ayudarnos a seguir adelante.

Y también es una invitación para reflexionar sobre cuantas veces nosotros somos factor de que otros caigan en depresión, porque en lugar de ayudarlos les lanzamos mensajes negativos; para que a partir de hoy en lugar de «meterle el pie» a otros, seamos un faro de esperanza que ayude a otros a encontrar el camino de la felicidad.

Dialoga:

Señor Jesús, dame la gracia de saber encontrarte siempre en la oración sincera, y que al sentir tu presencia pueda confiar en que las cosas que me suceden son para mi bien y mi salvación. Ayúdame a confiar ciegamente en ti, para que la tempestad de la vida no me hunda en la desesperación, y si las dudas asaltan a mi corazón, dame el valor de saber reconocer mis debilidades y volver a levantar la vista hacia ti para pedir tu ayuda y tu perdón.

Concéntrate:

Repite varias veces durante el día: «Señor, sálvame de las dudas y la desesperación»

Recalculando:

Para recalcular tu dirección hacia el Evangelio te invito a que busques en tu entorno a alguna persona que se sienta que «se está hundiendo». Puede ser porque su salud está frágil, puede ser porque sus relaciones afectivas en la familia han empeorado, o por su manejo administrativo que lo llevó a sentirse que se hunde. Acércate a esa persona, dale ánimo, dile que mire a Jesús, que no sea como Pedro que se hundió por ver lo que lo rodeaba y sacó su mirada de Jesús. Ayudar a otros, te ayuda también a ti mismo a darte seguridad.

Texto del Evangelio de hoy: San Mateo 14:22-36

Después de esto, Jesús ordenó a los discípulos: «Suban a la barca y vayan a la otra orilla del lago. Yo me quedaré aquí para despedir a la gente, y los alcanzaré más tarde.»

Cuando toda la gente se había ido, Jesús subió solo a un cerro para orar. Allí estuvo orando hasta que anocheció.

Mientras tanto, la barca ya se había alejado bastante de la orilla; navegaba contra el viento y las olas la golpeaban con mucha fuerza.

Todavía estaba oscuro cuando Jesús se acercó a la barca. Iba caminando sobre el agua. Los discípulos lo vieron, pero no lo reconocieron. Llenos de miedo, gritaron:

—¡Un fantasma! ¡Un fantasma!

Enseguida Jesús les dijo:

—¡Cálmense! ¡Soy yo! ¡No tengan miedo!

Entonces Pedro le respondió:

—Señor, si realmente eres tú, ordena que yo camine también sobre el agua y vaya hasta donde tú estás.

Y Jesús le dijo:

—¡Ven!

De inmediato Pedro bajó de la barca. Caminó sobre el agua y fue hacia Jesús. Pero cuando sintió la fuerza del viento, tuvo miedo. Allí mismo empezó a hundirse, y gritó:

—¡Señor, sálvame!

Entonces Jesús extendió su brazo, agarró a Pedro y le dijo:

—Pedro, tú confías muy poco en mí. ¿Por qué dudaste?

En cuanto los dos subieron a la barca, el viento dejó de soplar. Todos los que estaban en la barca se arrodillaron ante Jesús y le dijeron:

—¡Es verdad, tú eres el Hijo de Dios!

Jesús y sus discípulos cruzaron el lago hasta llegar al pueblo de Genesaret. Cuando los del pueblo reconocieron a Jesús, dieron aviso por toda la región. Entonces la gente llevó a los enfermos a donde estaba Jesús, y le rogaban que al menos los dejara tocar el borde de su manto. ¡Y todos los enfermos que tocaron el manto de Jesús quedaron sanos!

Texto bíblico: Traducción en lenguaje actual  ® © Sociedades Bíblicas Unidas, 2002, 2004.